martes, 16 de noviembre de 2010

El escritor ágrafo II


Esa literatura era según él la única literatura legitima, originaria y profunda, la única en que el relato se imponía a cualquier otra circunstancia menor. Todas estas opiniones eran intimas, ninguna de estas reflexiones habían sido comunicadas a nadie. Le parecía que estos enunciados, que esta visión de las letras, que era una visión del mundo, estaba fuera del alcance de los simples humanos que lo rodeaban. Eran sus meditaciones más ocultas aquellas que advenían en los tiempos más terribles, a las horas que la conciencia debilitada toma nueva fuerza bajo no se sabe bien que misterio y es capaz de alturas inconcebibles. Constituían su secreto, o como prefería llamarlo su obra esotérica. En este punto era terriblemente antiguo, clásico, sostenía que no podía ser lo mismo lo uno que lo otro y que había algo del orden de lo público y algo absolutamente hermético. En esos momentos se sentía como Persio profiriendo un discurso que sus compañeros de viaje no podían oír, pero que les era propio, era una forma de constituirlos, de darles formas estéticas precisas a unas vidas, que de otro modo eran ruinas de lo mundano. 

Definía entonces los modos de su saber, epistemólogo fuera de época, que descubría los velos de lo real siempre negado a los hombres enceguecidos aun por la luz, luego de siglos de encierro. Era poseedor de una teoría, de un conjunto sistemático de enunciados y reglas que ordenaban razonablemente su obra.  A partir de determinar lo específico de su práctica echaba a rodar el movimiento de una nueva literatura, es decir, del concepto mismo de la literatura. Estas reflexiones no eran producto solipsista de un iluminado por sus propios hechos, por el contrario, eran un aguerrido combate con ideas ajenas, dialéctica nutrida en las innumerables lecturas, pues así como los textos eran ajenos a su obra era un lector omnímodo y adicto a la letra. Su teoría de la literatura tenía como objeto superar lo que otros habían establecido como canon, ir mas allá de lo posible, y se creía a la altura de tal empresa porque  solo él, aunque sospechaba de otros, poseía el secreto de la escritura ágrafa, de la voz inalienable, tan pura y escurridiza como el pensamiento.  

En este punto debemos señalar que lo obsesionaban dos problemas que suponía esenciales: el primero lograr comprender por qué fue primero el poema y luego la prosa;  y el segundo, y más esencial, como podía relatarse la historia de aquella literatura que no fue, mejor dicho de aquella que fue la autentica, pero que al ser la mas fundante nada sabemos de ella. A sus propias dudas y angustias se sumo a un tiempo la terrible sospecha que le instalo la lectura de Marcel Bénabou,  a tal punto de obsesión que toda su meditación se transformó en una conversación con Bénabou. Esto al principio lo entusiasmó, luego lo irritó y en los últimos días lo introdujo en una profunda depresión.

Ahora sabemos que nuestro hombre, el escritor ágrafo, es un gran teórico, un metafísico capaz no solo de ofrecernos los mejores textos que jamás podremos leer, sino también, la mis fina metaliteratura que ha revolucionado los modos tradicionales y no tan tradicionales de entender la obra de arte literaria.
Lo que sigue es el drama de este escritor con sus dos caras, en la dualidad de su espíritu y en la materialidad única de su obra, y digo drama más que historia o tragedia pues carece tanto de la limpia cronología como de la profundidad del destino. Si alguien sugiere que los caracteres dramáticos del personaje son los de un farsante no debería concluir antes de conocer su ventura,  o si lo prefiere y además es más sensato, abandonar ya mismo este relato. Por otra parte quien está libre de la farsa, quien puede decir a ciertas que es más que una mueca sardónica perdida en el tiempo.

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